¡Hola, aventureras y aventureros!
Hoy inicio esta sección con uno de mis géneros favoritos: el terror. Lo hago con uno de los relatos de terror que escribí durante el reto NaNoWriMo 2019. Este relato forma parte de la antología de relatos de terror que estoy puliendo "Noches de Terror", la cual se compone de 9 historias de terror que escribí durante el reto y que me condujeron a completarlo con éxito.
El relato que comparto con ustedes se titula "Maniquí".
¿Se atreven a leerlo? ¡Adelante!
Antes de pasar al relato me gustaría decir que admiro en este género a Poe y a Lovecraft. Estoy sumergiéndome en sus inspiradoras obras porque muestran un terror muy peculiar y por el cual me inclino en cuanto a relatos se refiere. Por supuesto, estoy lejos de estar a la altura de estos dos grandes maestros, pero me place contribuir con mis historias en el mundo del terror.
"Maniquí" se me ocurrió durante un día de paseo por una tienda de ropa en el instante en que vi una maniquí con la mano girada y los dedos torcidos. Curioso, ¿verdad? Pero a mí me transmitió una sensación tenebrosa. Barajé un par de desenlaces, eso me dio trabajo. Al final, la propia historia me guio al desenlace más apropiado.
Y no dilato más la espera. Léanlo. Espero que disfruten el relato y... que les haga pasar un poco miedo o, al menos, que les haga mirar las maniquís con otros ojos aunque sea una vez.
Maniquí
No tengo a dónde ir.
Estoy acorralado en mi propia tienda. Me quiere muerto, ¡lo sé!
—¡Fui yo! Yo lo hice… —confieso
gritando enloquecidamente.
Todo comenzó hace poco
más de dos horas. Eran las 9:13 p.m., recuerdo haber ojeado mi reloj como había
hecho varias veces antes que esa. La vergüenza me carcomía. Un buen amigo me
hacía el favor de transportar mis mercancías en su camión. Habíamos acordado
que le pagaría por el detalle —faltaría más—, pero las horas de trabajo se
habían prolongado más de lo que había calculado. Toda la mañana la habíamos
empleado cargando el camión en los almacenes de ropa. Luego fueron las horas de
carretera desde el polígono hasta la tienda, encima con atascos. La última
parte consistió en descargar el camión y meter los trastos dentro. Él había
quedado con su mujer para cenar fuera, llegaba tarde, así que le puse en las
manos todo lo que tenía en el bolsillo y lo eché. Restaban unas cajas en la
acera y una maniquí, nada que no pudiera manejar solo. Bajé la verja y cerré la
puerta de cristal.
Me parece estar
reviviendo el instante en el que encendí la lámpara portátil. Allí estaba solo
entre montañas de cajas, ropa desperdigada, perchas por el suelo, muebles
descolocados y la maniquí. Estaba solo, sí, pero lleno de satisfacción. Por fin
podía contemplar los cimientos de mi propio negocio. Había luchado para
conseguirlo. Me lo merecía. Era un sueño que había perseguido durante años. Mi
difunta mujer y yo habíamos iniciado el trámite. Tras su muerte me enfrenté a
un período de duelo que consumió mi motivación. Pero luego supe que tenía que
seguir adelante por los dos.
Estuve comparando locales
durante casi un mes. Finalmente, este me convenció por el precio y la
ubicación. El agua y la electricidad estaban cortadas por impagos del anterior
propietario, pero me reabastecerían el servicio para mi apertura si pagaba las
facturas atrasadas. Por lo que me había costado el local me salía muy a
cuentas. También le hice una reforma. Le puse una verja nueva imbatible y los
escaparates y las puertas son de cristal reforzado. No quería correr riesgos
sabiendo que hay disturbios por las calles últimamente. Son muchos los negocios
que han quemado y destrozado a pedradas. Soy consciente del lado oscuro de la
zona, pero la rentabilidad diurna es incomparable. Esos malnacidos se
encontrarían con una fortaleza en mi negocio.
Se habían hecho las 9:37
p.m. cuando me encerré. No eran horas de seguir trabajando, tendría que haber
vuelto a casa para descansar, pero estaba tan ilusionado que quise adelantar.
Aún faltaba una semana para la inauguración, pero me apetecía desembalar cajas
y mover muebles en ese momento. Cogí mi teléfono y puse mi repertorio de música
house. Eso me hacía sentir más vivo dentro de mi tienda. Siempre me ha gustado
esa música, es el estilo idóneo para el tono moderno de mi tienda de ropa. Mi
mujer la odiaba, ella era más de baladas y vals. Le di una vuelta a la maniquí.
Era la mejor compañera de baile que había tenido, por lo menos no me pisaba.
Luego apilé algunas cajas en un rincón.
En realidad, no fueron
más de dos o tres cajas. Me rugió el estómago al poco tiempo. Me senté para
comerme el bocadillo que llevaba en mi bolsa. Tenía una bebida energética para
acompañar. Había sido previsor. Devoraba el bocadillo con ansias cuando sentí
un ruido leve ajeno a la música. Paseé ligeramente la lámpara. Lo que me pasó
por la mente fue alguna caja mal acomodada o una percha salida. Por alguna
razón me centré en aquella maniquí delgada y estilizada. Estaba de frente a mí.
Sus curvas femeninas me hicieron soñar con una chica joven idealizada que nunca
pude tener. Me había casado con Deborah en sus tiempos mozos, pero ella no era
precisamente una belleza por fuera. Los dedos de la maniquí se habían quedado
retorcidos de tal manera que me inquietaron. No encajaba con su imagen, así que
se los acomodé.
La bebida energética y el
estómago lleno me devolvieron las fuerzas para seguir. Las ganas todavía
perduraban. Mi intención era despejar aquel laberinto que se había creado. Y
era un laberinto grande: 100 metros cuadrados de superficie abarrotados. Tenía
en mi mente el plano de distribución que había diseñado. Quería dejar algunos
muebles en su sitio antes de irme, al menos eso.
Entonces me pareció
escuchar un goteo. No tenía ningún sentido porque el agua estaba cortada. Pausé
la música para salir de dudas. En efecto, una gota golpeaba en lo que parecía
ser una superficie encharcada. La sentía como si estuviera pegada en mi oído.
La rastreé, aunque la lógica me dictaba que debía estar en el baño. Fui hasta
allí con la lámpara. Miré arriba y abajo, revisé todas las conexiones de agua y
nada, todo estaba seco y polvoriento como un desierto. Supuse que sería una
fuga en alguna parte porque el goteo persistía. Seguí el sonido con plena
concentración. Era tal el silencio que casi podía verlo. Y, en pleno embeleso,
la música se puso en marcha a todo volumen. Brinqué del susto, se me hizo un
nudo en la garganta.
Alumbré en aquella
dirección y acudí de inmediato. Detesto la música tan alta. En cuanto tuve mi
teléfono en mis manos bajé el volumen y apagué la música. Tras un resoplido y
una queja hacia las nuevas tecnologías me di cuenta de que la maniquí miraba en
la dirección de la que venía y volvía a tener los dedos retorcidos. Habría
jurado que no estaba en esa posición, pero quizás el propio cansancio
inconsciente me estuviera jugando una mala pasada.
—Ay, si fueras una mujer
real —dije y acaricié la silueta del trasero de la maniquí después de
apartarla.
Me olvidé del goteo.
Había cesado y asumí que nada podía hacer en ese momento. Llamaría a un
fontanero más adelante para que echara una ojeada. Lo importante era regresar a
la actividad antes de que el cuerpo se me enfriara. Me lancé como un valiente a
por una mesa de madera maciza. No sé en qué estaría pensando, creo que fui
víctima de un vago recuerdo de mi juventud. En aquellos tiempos estaba en
forma, tenía fuerza, habría podido solo con la dichosa mesa. La desplacé medio
centímetro y me doblegué por un pinchazo en la espalda. Quizás había sido una
señal de que debía marcharme o que debí hacerle caso a mi amigo y contratar un
ayudante. Maldije todo.
Soy testarudo de
nacimiento. Me froté la espalda, esperé que se me aliviara el dolor y busqué
una actividad que requiriera menos fuerza. Me fui al fondo de la tienda. Allí
se me ocurrió desvalijar cajas de ropa y colgarlas en las perchas.
Curiosamente, la primera caja que abrí era la de lencería fina. Fue
instantáneo, mi mente escapó a mi control. Había elegido abrir una tienda de
ropa femenina para ver mujeres todos los días. La lencería sería una de las
secciones importantes para mí. Vería a las chicas eligiendo modelos sexys,
seguramente para seducir a sus parejas, y podría imaginármelas con sus medias
altas, las bragas de encaje, el sostén ajustado. Bellezas. Yo nunca tuve ese
placer de disfrutar de mi mujer seduciéndome con modelitos de lencería. Deborah
era una marmota en la cama y nunca tuvo el más mínimo interés por satisfacer
mis fantasías.
Mientras jugueteaba con
unas bragas en mi mano y me imaginaba a todo tipo de jovencitas con ellas, una
pila de cajas se desplomó. Pensé que se derrumbaba el edificio sobre mí. El
corazón se me volvió a parar, pero, sobre todo, porque cuando miré hacia el
sitio por el que rodaron las cajas vi un vestido ondearse y desaparecer detrás
de una columna. Tal vez la oscuridad me estaba jugando una mala pasada, pues
era imposible que alguien hubiera entrado. Acudí para investigar qué había
pasado con las dichosas cajas. Evadí varias desperdigadas. Mis ojos
reconocieron enseguida la causa. La caja base no había soportado el peso de las
demás encima, estaba arrugada por una esquina. Supuse que el ruido que había
sentido previamente al desplome debía ser que empezaba a venirse abajo poco a
poco.
Cuando más concentrado
estaba observando la caja, inexplicablemente se estilizó una sombra proveniente
de mi izquierda. Alguien se acercaba. Alarmado, giré la cabeza. Para mi
sorpresa, se trataba del vestido estrella de la colección. Estaba colgado en un
lateral de un armario. Desconocía cómo había llegado hasta allí, no recordaba
haberlo expuesto. Tampoco le encontraba sentido a que un soplido de viento lo
meciera, ya que con la tienda cerrada no corría ni una pizca de aire. Pero me
gustaba tanto que me centré en él. Aquel vestido blanco ceñido a la cintura,
desahogado en el escote y en la parte inferior con forma de falda al vuelo. Un
único tirante de pecho a pecho pasando por detrás del cuello. La espalda
descubierta. Un vestido diseñado para realzar las bellas siluetas femeninas. La
maniquí sería la estrella que lo luciría en el escaparate. Un vestido seductor
y excitante como ese atraería muchas miradas y tiraría de varios bolsillos.
Deborah tenía otra opinión. Para ella no era más que un trapo para delgaduchas
muertas de hambre. Pero ¿qué valor podía tener la palabra de alguien que vestía
como una monja?
Una ligera perturbación
me devolvió a la realidad. Me había llegado como un casi silente conjunto de
sonidos articulados, pero no reparé en ello. Miré el vestido por última vez y
me di la vuelta para regresar a lo que hacía. Entonces me quedé petrificado.
Estaba ahí, justo delante de mí. Los pelos se me pusieron de punta a causa de
un escalofrío. Los ojos se me expandieron como si se me fueran a salir de la
cara. Ella tenía la cabeza inclinada, parecía que me miraba sin tener ojos.
Esta vez no eran solo sus dedos los que estaban retorcidos. ¿Cómo podía ser
posible? ¿Cómo había llegado la maniquí hasta allí?
Por unos segundos me
olvidé hasta de respirar. Miré a todas partes. La única explicación que se me
ocurría era que hubiera alguien más allí jugándome una broma pesada.
—¿Hay alguien ahí? ¿Hola?
No tiene ninguna gracia. Llamaré a la policía si no das la cara y te largas —vociferé,
pero no obtuve respuestas.
Fue entonces cuando
decidí irme a casa a descansar. La noche me estaba superando. Si no había nadie
dentro salvo yo, significaba que estaba perdiendo la cabeza por el agotamiento.
Hasta pensé que estaba padeciendo lagunas mentales. Para asegurarme de que no
estaba loco moví a la maniquí y la tapé con una cortina. Le hice una foto con
mi teléfono, así tendría una evidencia para el próximo día. Luego recogí la
bolsa con las llaves del local.
La verja no se abrió
cuando apreté el botón del mando a distancia. Me extrañó. Supuse que habría
sido por el blindaje de las puertas de cristal, así que abriría estas primero.
Tiré de ellas y la propia inercia me sacudió todo el cuerpo. ¿Qué estaba
pasando? ¿Se habrían atascado con alguna astilla? Observé y los cerrojos
inferiores y superiores estaban echados. No podía concebirlo. Eso solo se podía
hacer desde fuera. Descartaba que hubiera sido alguien porque primero había
bajado la verja. Lo peor es que no se podía abrir desde dentro.
Los nervios me
invadieron. Nunca me había quedado encerrado en un sitio. Pegué tirones en
vano. Tampoco quería destruir mis cristaleras, aunque siendo imbatibles poco
podía hacer. Más estúpido fue gritar creyendo que alguien me escucharía. Apreté
el botón del mando hasta casi fundirlo. No había forma de que pudiera salir. Me
sentí como un animal enjaulado. Mi única alternativa era molestar a mi amigo.
Busqué su nombre rápidamente en la agenda y marqué. No se estableció la
comunicación. “¿Qué demonios pasa?” pensé. Al mirar la pantalla me di cuenta de
que no tenía señal. Me puse tan inquieto que pateé las puertas. Suspiré para
calmarme y pensar en una solución. Reiniciar el teléfono fue lo único que se me
ocurrió. Quizás la tarjeta se había desvinculado o algo por el estilo. Pero no,
seguía sin señal. Tiré de los pomos con violencia en pleno ataque de rabia. Y
entonces…
—Saaamueeel —susurró
una voz en mi oído. Pude sentir su aliento frío helándome la oreja y la sangre.
Era una voz femenina turbia, escalofriante. Nunca habría imaginado que mi
nombre se pudiera pronunciar de forma tan siniestra.
Las llaves se me cayeron
de las manos. Me volteé por puro reflejo porque por dentro solo sentía unas
incómodas palpitaciones. Un desagradable olor a putrefacción penetró por mi
nariz. Fue breve, pero lo suficientemente intenso como para revolverme el
estómago y regurgitar. Me faltó poco para devolver hasta la última porción del
bocadillo que volvía a dejarme el sabor a queso mahonés en la boca. Barrí la
zona inmediata con la lámpara en la mano. En pleno barrido distinguí una figura
que me cortó la respiración. Estaba allí, cobijada entre la sombra de un montón
de cajas y un armario. Se mantenía erguida mirando en mi dirección. Era la
maniquí con la cortina encima, no había dudas.
Por primera vez sentí
miedo. Aquello ya no era un susto ni los desvaríos de un hombre cansado. No
podría describir la sensación, pero de lo que sí pude estar seguro era de que
no estaba solo en la tienda. Tragué en seco. Aún sentía la quemazón en mi
esófago por los jugos gástricos. Me agaché muy lentamente para recoger las
llaves sin perder de vista la cortina conformando la silueta de la maniquí. Ni
siquiera pestañeé; de hecho, no creo que lo hiciera durante aquellos
inquietantes minutos. “Joder, joder, joder, joder, joder…” repetía en mi cabeza
incesantemente. Un sudor frío se inició por mi frente y se propagó por mis
axilas, pecho y espalda.
Intenté usar la lógica.
Intenté convencerme de que no era real. Entonces, una fuerza interior me empujó
a desafiar mi cobardía, seguramente un inocente instinto de supervivencia. Di
un paso. Luego otro. Los dos primeros fueron fáciles, a pesar de que parecía
que arrastraba grilletes. El tercero me lo pensé dos veces. Durante el cuarto
me planteé si hacía lo correcto acercándome. En el quinto deseé volver atrás.
Perdí la cuenta en los siguientes. Mi corazón se aceleró exponencialmente. La
respiración se me entrecortaba. La mano que estiraba para coger la cortina me
temblaba, era un temblor que iba en aumento cuanto más cerca estaba de la tela.
La tensión reavivó el pinchazo en la espalda, incluso sentí contracturas por el
cuello y los hombros. Parecía que el cuerpo me advertía que estaba a punto de
descubrir mi propia muerte, pero tenía que verlo con mis propios ojos.
Capturé la cortina con lo
que parecía una suave caricia. Al mismo tiempo, el resto de mi cuerpo repelía
la cercanía. Tiré con fuerza, estaba al borde de un paro cardíaco. Entonces lo
vi. Nada. No había nada bajo aquella cortina. Antes de que pudiera procesarlo,
varias cajas volaron por los aires como si hubiera estallado una bomba. El
imprevisto bajo aquella tensión me arrancó un grito del alma. ¿Qué había
pasado? ¿Qué había sido aquello?
Mis ojos inquietos se
clavaron en lo verdaderamente perturbador. Era ella, estaba allí tiesa, rígida,
lo propio de un objeto. Pero no se sostenía en su postura decente. El cuerpo
estaba retorcido. Una pierna le pasaba por encima de la cabeza y un brazo por
debajo de la otra pierna. Me parecía imposible hasta para una contorsionista. Y
aquella cara sin rostro me observaba, no sé cómo, pero me observaba.
Solo pensé en correr, en
alejarme todo lo posible de ella. No la había visto moverse en ningún momento,
pero sabía que lo que ocurría escapaba a toda lógica. Hui despavorido por el
laberinto de trastos. Una esquina. Y otra. Todo el tiempo miraba atrás para
asegurarme de que no me seguía, hasta que quedé cara a cara con ella. Se me
escapó una lágrima y me caí. La maniquí estaba apoyada sobre un escaparate con
medio cuerpo invadiendo el corredor. Ese rostro anónimo… ¿Cómo había llegado
hasta allí? Ni siquiera la había sentido. Ninguna persona habría sido tan
rápida. Me costaba creerlo, pero la situación había dejado de ser normal desde
hacía tiempo.
Fue tal mi desdicha que
la lámpara se apagó. La oscuridad desgarró mis esperanzas al arrebatarme mi aro
de visibilidad. Mantuve los ojos clavados en la sombría silueta de la maniquí.
La tenue luz de la calle que penetraba por las hendiduras de la verja me
ofrecía un mínimo de claridad, pero era insuficiente. Golpeé la lámpara
realizando movimientos que parecían espasmódicos.
—Vamos, vamos… —repetía
en cada azote como un canto de imploración y sin perder de vista la oscura
silueta de la maniquí.
La lámpara liberó un
destello, un fugaz y potente destello que fue capaz de brindarme un instante de
esperanza. Incluso estuve a punto de sonreír. Tras otro golpe, conseguí que se
encendiera por completo. Sin embargo, contemplé el horror directamente a los
ojos. Nunca podré olvidar aquel rostro deformado y comido por los gusanos que
apareció a escasos centímetros de mi cara. Lo vi por una milésima de segundo,
pero fue el tiempo suficiente para que se quedara grabado en mi mente.
Grité como un
desquiciado. La retorcida maniquí era la que se mantenía a poca distancia de
mí. Su cabeza volvía a tener su cara anónima, pero ya me había dejado bien
claro que había algo maligno y vivo dentro de ella por muy quieta que
estuviera. Entre gritos me arrastré hacia atrás para alejarme de esa cosa. El
suelo me resbalaba. Cuando conseguí ponerme de pie tropecé con varias cajas y
me desplomé con ellas, perdiendo en el acto la lámpara. La seguí con la vista,
pero se detuvo justo debajo de aquella muñeca de madera tan espeluznante. Y yo
tan iluso creía que la estaba dejando atrás.
Por nada del mundo habría
ido en busca de la lámpara. Solo deseaba estar lejos de aquel demonio. Al menos
me serviría para delatar la ubicación de la maniquí con su sombra proyectada en
el techo. Aproveché para correr con todas mis fuerzas. Todo el tiempo
comprobaba que la sombra siguiera en el techo. Mis alternativas se vieron
limitadas. Refugiarme en el baño fue mi única salida, ya que la real se había
convertido en mi prisión. Me encerré a cal y canto.
—¡¿Qué es todo esto?!
¡Dios! ¡Dios! —murmuré angustiado.
La oscuridad del baño era
lo mismo que estar ciego. Recordé que aún tenía mi teléfono conmigo y me valí
de la función de linterna. Fue un alivio ver el baño despejado. Allí estaría
protegido hasta que alguien me echara en falta, pero mejor si podía pedir ayuda
antes. Toqueteé el teléfono mil veces. Intentos de llamadas, emergencias,
mensajes, internet. Era imposible establecer la comunicación, la señal estaba
muerta. Pensé que así estaría yo si no recibía ayuda.
En medio de la tregua
regresó un viejo sonido a mi oído. Era el maldito goteo. Lo sentía claramente
dentro del baño. Miré debajo del lavabo y detrás del váter. También el techo.
Pero no encontré ningún rastro de pérdida. Al contrario, ocurrió algo mucho
peor. El grifo empezó a escupir agua sin control. La presión era tal que
salpicaba las paredes. Me lancé para cerrarlo, pero… ya estaba cerrado. Y eso
no fue todo. El propio desagüe del lavamanos comenzó a devolver agua de forma
desbordante. Por si no tenía suficiente, la cisterna del váter también se
desbordó y lo más insólito: el váter lanzó agua a chorros, incluso embestía el
techo.
Me vi en una encrucijada.
Toda aquella agua que emergía por fuerzas que solo podría definir como
paranormales me acorralaba junto a la puerta, me arrastraba al borde de la
desesperación. Al otro lado estaba la aberrante maniquí que hasta cierto punto
había concebido como una representación de la belleza. No tenía forma de
contener toda aquella agua que brotaba como una erupción volcánica. Mis pies se
empaparon. El nivel subía a una velocidad considerable. El hecho de pensar que
podía morir ahogado me resultaba espantoso. Ahogado. Ese fue el mensaje sutil.
Empecé a hacerme una ligera idea de lo que estaba ocurriendo, pero antes debía
decidir qué hacer.
Morir ahogado no era una
opción que barajar. No me quedaba otra que abrir la puerta y rezar para que no
hubiera algo peor fuera. Me armé de valor. Abriría y saldría corriendo sin nada
que pudiera detenerme. Lo hice al pie de la letra. Vista al frente y descarga
de adrenalina. Una zancada y rodé hasta empotrarme con una caja. El teléfono se
me había escapado de las manos. Mientras luchaba contra mis propios nervios para
recuperarlo distinguí de soslayo un bulto oscuro en la entrada del baño.
Aquella cosa se abalanzó hacia mí como una araña de enormes patas. El teléfono
parecía una pastilla de jabón en mis manos sudorosas. Cuando por fin pude
hacerme con él, enfoqué con la linterna el bulto arácnido que tenía encima. Me
estremecí. Volví a ver aquella cara putrefacta con la boca abierta y a la
maniquí retorcida junto a mí.
El espanto me forzó a
patear una columna de cajas que se desplomó sobre la maniquí. No perdí el tiempo,
corrí. Primero pensé en recuperar la lámpara, pero las cajas y los armarios
comenzaron a derrumbarse en torno a ella provocando un ruido molesto. Me
desvié. Por unos instantes contemplé la sombra arácnida desplazándose entre
todo lo que se venía abajo. Me perseguía. No la había visto moverse con
claridad, pero sabía que era la maldita maniquí. En plena huida vi el vestido
estrella bajo un tenue resplandor desaparecer en el único lugar que me quedaba
para ocultarme: el almacén.
Tenía que ser una señal, un
ángel guardián o algo por el estilo que me estaba señalando el camino. Había
depositado toda mi fe en aquel vestido que me tenía hechizado. Entré en el
almacén y cerré enseguida. Suspiré aliviado. Ni el agua ni la maniquí podrían
entrar. Si la tienda se inundaba, seguro que el agua saldría a la calle y
alguien lo reportaría. Ese estaba siendo mi consuelo mientras sostenía mi
teléfono con la esperanza de que la señal regresara antes. Pero lo único que
noté fue un rotundo silencio. Mi respiración agitada parecía ráfagas intermitentes
de viento. Confiado de que me había dejado en paz lo que fuera que me
perseguía, me respaldé en la puerta y miré la pantalla de mi teléfono. Mi mente
por sí sola empezó a encajar las piezas que hasta ese instante no había interpretado.
Buscaba una explicación.
Mientras era presa de mis
pensamientos, algo aporreó la puerta con violencia. El golpe ensordecedor me
sorprendió de mala manera. El teléfono se me escabulló de las manos. Al
impactar en el suelo se desperdigó en piezas. No lo vi porque me quedé a
oscuras al instante, pero lo podía deducir. El aporreo persistió con furia. Las
paredes vibraban. Tenía la sensación de que derribaría la puerta en cualquier
momento. Y aún la tengo…
Sigo aquí tirado en el
suelo con las manos en la cabeza y temblando. No veo nada. Estoy acorralado en
mi propia tienda. Pero ya entiendo lo que pasa. Es ella. Ella me quiere muerto
y sé por qué…
—¡Fui yo! Yo lo hice.
¡Basta! ¡Basta, por favor! Confesaré, ¡lo juro! Deborah, ¡por favor! —suplico
y el aporreo se detiene—. Yo… no quería. Pero era mi sueño. Mi vida había
transcurrido en un pestañazo y no había conseguido nada, ¡nada! Tú no querías
apoyarme. Tenía que hacer algo. Tenía que hacerlo… Unas pastillas para dormir y
meterte en la bañera. No ibas a sufrir, no como estaba sufriendo yo… Tu seguro
de vida era lo único que podía hacer cumplir mi sueño… Entiéndelo, ¡estaba
muerto en vida! Perdóname, por favor…
La calma transcurre
durante unos segundos. Pienso que mi difunta mujer me ha dejado en paz. Sin
embargo, percibo un leve chirrido metálico en las alturas. Es como si mi
sentido de la escucha se hubiera agudizado por la carencia visual. Caen dos
objetos pequeños que rebotan en el suelo. Suenan unas bisagras ligeramente
bloqueadas. Dios mío, el conducto de aire… Oigo claramente movimientos
articulados descendiendo sobre mí. El aliento podrido me invade. No la veo,
pero noto su presencia.
—Saaamueeel…
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